jueves, 22 de marzo de 2007

Deseo en contra



Los resultados -y principios- del deseo quemados en la puerta del horno:



Huir de regreso


Pedir sin permiso


Insignificancias vitales


Un solo final para todos los comienzos


Azar lógico


Jugar seriamente


Encontrar primero, buscar después


Singularidades comunes


Duro y delicado


Ni cazador ni recolector



Se puede añadir una última: "aporías viables", pero queda mejor como un hipotético título (pretencioso).

miércoles, 21 de marzo de 2007

Desencanto


Todos postergan el paraíso, pero hay grupos que celebran pasar la vida entera con el cuello partido hacia arriba. Son los primeros en señalar los estragos del desencanto, y la primera víctima no es otra que el placer: ahora el amor es solo sexo y el sexo una píldora anticonceptiva (extrañamente, no denuncian el lamentable ocaso del trabajo, que ahora es solo dinero, que ahora es solo un puntapié en el trasero de alguien y con suerte uno es el que da la patada).

Entre el bosque de falsos resplandores y retaguardias anestesiadas, la individualidad: el desencanto no garantiza ninguna mayúscula ni la cálida lumbre de una verdad frente a la chimenea, no augura eternidades ni una existencia intensa, pero sí posibilita un final de año en el que podemos detenernos y decir, lejos de las catorce cabezas de la hipocrecía: ese de ahí soy yo y con suerte podré llegar a conocerlo.
Que quede claro si todavía es un dilema: no es un desencantado quien cree que las cosas han perdido un toque mágico, sino quien cree que jamás lo tuvieron. ¿Qué es el amor con minúsculas, por ejemplo? El amor es lo que te hace cambiarle el nombre al placer. No es que no exista, no es que sea peor que antes: simplemente su valor es nominal, sin ofender. Si brilla o no dependerá de la habilidad del etiquetador. Jamás se ha visto a un desencantado enfrascado en una riña por lo que las palabras contienen. Eso es más o menos obvio, dado que el desencanto sí es, en contra de lo que muchos creen, una ideología. El desencanto es una ideología nómade y casi autista.

Se comparte, eso sí, el repudio por ciertos desplantes facilistas; sin embargo, hasta los colores más chillones que han sabido compartir todas las generaciones son respetables si es que la finalidad es permutar los imperativos categóricos por una mano o un cabello perdido en una almohada. La música tiende a ser, con el tiempo, más o menos la misma.

martes, 20 de marzo de 2007

Exilios



El reto consistía menos en la originalidad que en la verdad de la vivencia. El concurso, auspiciado por una conocida estación radial de los Estados Unidos, convocaba, por radio y prensa escrita, la historia de amor más imposible que un norteamericano pudiera narrar. No era necesario el talento literario: las faltas de ortografía o la impericia en el desarrollo de los hechos no serían decisivos en la evaluación de los textos. Era suficiente resaltar el por qué de la imposibilidad. A más imposible, mejor. El premio constaba de nada menos que cincuenta mil dólares. Las historias que llegaron a la redacción del periódico que organizaba el evento -y en cuyas páginas se publicaría al ganador y a un finalista- lo hicieron casi en ese número.

Según los testimonios de los miembros del jurado, aunque la bases fueron bastante claras, más de la mitad de los concursantes fueron descalificados por tratarse de casos ficticios: un animal enamorándose de su dueño, muertos volviendo a la vida para contemplar a la persona que en vida les era esquiva, etc. Al parecer, no muchos tenían experiencias con amores imposibles o no las consideraban como tales.

La mitad restante mostraba dos tendencias: lugares comunes (reales o no, eso no era demostrable y tampoco debía serlo, pero calcos de historias ya contadas con otros nombres) y extravagancias. Un relato que no se dejó encasillar fue el ganador ("Two neighbors"), y uno del segundo grupo ("Her shadow") el finalista. La noticia, que de por sí era más o menos notoria, causó mayor revuelo por los cuestionamientos que se hicieron a raíz del ganador, miembro de la estación de radio auspiciadora. A continuación, se presenta las versión traducida del texto ganador que apareció publicado el mismo día del fallo del jurado (15 de abril de 2005).


Dos vecinos (relato ganador del concurso "¿Estás ahí, amor?"/ "Are you there, love?")

Mi nombre es Terry Ullman o, como me conoce la mayoría en este país, Mr. Choice, locutor de radio. No toda mi vida quise dedicarme a esto. El hecho de que mi vida haya llegado a este punto es parte de la historia de mi amor imposible. Disculpen la digresión, pero se verá su importancia luego.

Cuando fui niño siempre quise un oficio silencioso, porque fui esencialmente silencioso. Mi madre, que fue cantante, y mi padre, que fue también un locutor conocido, no lo podían creer. Pronuncié mi primera palabra a los cuatro años, luego de que un manojo de doctores me creyeran -y junto con ellos mis padres y hermanos- mudo. Me comentan entre risas que fue "patata" ["potato"] la susodicha. La verdad es que recuerdo muy poco de esos años. Se ríen, además, los que lo cuentan, porque no había una sola patata cerca cuando sucedió la palabra. Después de esa no vinieron muchas más. Al parecer no hablaba, simple o complicadamente porque no quería hacerlo.

Como era esperable, padecí muchos problemas de socialización por mi ánimo de esconder lo que pensaba o sentía. Como era esperable, al enamorarme, esos problemas se agravaron [got outraged].

Se llamaba Helen, en esa época una niña de mi edad (me enamoré a los doce... Hace ya siete presidentes) y dulcísima [sweetest]; sé por amigos cercanos a ella que ha sabido envejecer haciéndole justicia a ese rasgo de su carácter. Estudiábamos en el mismo colegio y vivíamos en la misma cuadra. Nuestros padres se conocían, pero yo no hablaba, así que para ella debía de ser menos que un requisito desabrido en la lista de sus fiestas de cumpleaños. Fui a casi todas, desde los cinco años hasta los diecisiete, pero solo cuando cumplió doce años (dos meses y seis días después del mío, todavía lo recuerdo) y la vi bajar las escaleras de su casa con un vestido azul que era como su verdadera piel, aunque la palidez de su rostro nunca estuvo mejor justificada que aquel día, pude darle sentido a los estragos que su presencia producía en mi estómago y piernas.

La misma noche luego de su cumpleaños número doce, regresé y, por primera vez, hablé conmigo mismo. Si hablar con los demás era improbable, hablar a solas fue un ejercicio que apenas practicaba. Esa noche hablé y hablé en mi habitación, sin temor a la locura, pensando solamente en Helen y su vestido azul. Los días siguientes se enredaban igual, por lo que poco a poco empezó a volverse intolerable, empecé a volverme intolerable para mí mismo. No podía soportar hablarme cuando claramente era a ella a quien estaban dirigidas mis palabras. Además, casulamente, en aquellos encierros, noté que mi voz era un espanto, una súplica mujeril que hacía bien en mantener ecerrada en mi cuerpo.

Ese año comencé a dejar ese mal hábito dejándole cartas en el buzón de su casa. Eran cartas desgarradoras, seguramente mal escritas, en las que me confesaba. Luego de su escritura, quedaba exhausto y con menos ganas de hablar solo, ya casi no lo hacía. Escribí, entre la primera y la última (la que aguardó siempre en el cajón de mi ropero), un total de 902 cartas. Crecí declarándole mi amor y refugiado en mis malas palabras [naughty words].

Mi última entrega no fue tal. Cuando me acerqué, una madrugada más, como quien no quiere la cosa y la quiere bastante, al buzón de su fachada, vi, como nunca, que estaban empacando sus pertenencias. Helen y su familia se mudaban. Me di media vuelta hasta mi casa, lejos de cualquier mirada que pudiera asociarme con las cartas sin nombre, con la primera y única que había escrito firmada.

Mi madre me comentó que se iban al extranjero por una operación muy delicada a la que Helen se tenía que someter. Por discreción, nunca se divulgó cuál. Vendieron la casa y la familia completa desapareció para siempre. De cualquier forma, me hubiese faltado voz para preguntar.

Para siempre hasta unos diez años después. Yo ya tenía el programa en la radio. Luego de Helen, nunca más busqué callarme. La firma en esa carta sin destinatario me quemaba. Mi voz era detestable, pero nada que no se pudiera arreglar. Llevé innumerables cursos de oratoria, canto, vocalización y locución, con tal éxito que terminé tomándole la posta a mi padre. Cierta noche, llamó a mi programa un entusiasta radioescucha que se identificó con el nombre de Christopher Killpatrick, el nombre del hermano menor de Helen. Fuera del aire, le pregunté por el parentesco, que confirmó con mucho gusto. No recordaba -era realmente muy chico- haber sido mi vecino. Le pregunté por su familia y, ansioso sin entender por qué, por Helen. Helen, tal como habían comentado en el vecindario, tuvo que viajar junto con ellos para operarse la vista. El resultado había sido el peor: fue quedando paulatinamente ciega. Vivía con una enfermera en Nueva York.

Pasé más de una noche en vela (como mandan las canciones) recordándola. No era nostalgia ni por ella ni por un pasado de sentimientos auténticos lo que me descentraba. Era, más bien, muy parecido a lo que se siente cuando uno deja plantado a alguien y lo recuerda, digamos, una hora después, y se imagina a la persona esperando y maldiciendo. Lo más complicado del caso era que no sabía decir quién había quedado solo, si Helen o yo, ni quién, correspondientemente, había olvidado al otro. Un mes después, tomé la carta con mi firma, aproveché las vacaciones que se daba el programa para volar hasta la casa de Helen, seguro de que cerraba una drama sin papeles asignados, de autor dudoso, casi anónimo.

El encuentro fue sorpresivo, sí, pero no le desagradó. Recordaba algunas cosas sobre mí. Noté cierto afecto en sus evocaciones, lo que me armó de valor para la confesión mayor, para dejarme ver por fin (no es ironía) o escuchar, para decirle no solo que vivía a unas casas de su casa e iba siempre a sus cumpleaños, sino que además era el autor del millar de cartas, las mil y una, contando la que estaba en mi bolsillo a punto de leer. Pero, a mitad de la tarde, con las tasas de café vacías, en un monólogo en el que no paraba de reír, me confesó que jamás me habría asociado -es decir, al niño del que casi estaba enamorada- con aquel locutor de radio de voz espantosa [ dreadful voice] que se hacía llamar Mr. Choice. Sin ofender, por supuesto.

Al rato me despedí, con la carta arrugada dentro del bolsillo del saco, cerradísima. De regreso me preguntaba -y me pregunto- qué habría hecho ella con las demás y si sería capaz de asociarlas conmigo.

lunes, 19 de marzo de 2007

Inauguración


El mundo acabará cuando no quede nada más que citar, reflexionan algunos de mis compañeros, cuyos nombres reservo para evitar el ridículo colectivo. Ese día está cerca, me toca responder. Las teconologías virtuales están impulsando la cultura de la intertextualidad en grados incontrolables, de tal manera que la palabra fundacional es cada vez más prescindible: todo ha sido dicho, se ha dicho, y con mucha convicción se asume esa premisa. Pero la cuestión real es que ya no hay tiempo ni espacio para el olvido: coloca la palabra en la barra y listo. ¿Para qué añadir más al cántaro?, se preguntan los más adecuados. Para eso están las comillas.

Somos finitos en nuestra forma de representarnos y, sin embargo, la proliferación de los textos virtuales será infinita. La constatación creó el cáncer.

Frente al encierro, yo soy más anacrónico, lo que en este contexto significa muy poco, si es que no significa lo contrario a lo que originalmente significaba. Al pavor a la superficialidad de los discursos repetidos frente a la institución de los sentidos heredados por las mentes consideradas más brillantes, le sumo uno anterior: el miedo a que la institución de las palabras estanque las posibilidades de representación que, creo yo, todavía quedan.

No todo está dicho. Las palabras son abstractas, pero no sus condiciones de posibilidad. Lo mismo, podrían refutarme, vale para las citas. Sí y no. Las comillas pueden no ser suficientes, no si se utilizan para encerrar la cita. Hay un ejercicio delicado, generalmente omitido, que posibilita encerrar una cita y abrirla.

Recomiendo escribirla de nuevo después de haberla olvidado bien.