lunes, 28 de julio de 2008

Sobre los espejos


Acaba el título y ya lo niego, me devuelve como otro. Es la historia de las palabras que se derraman de nuestra boca con la palidez de un recién difunto, la historia de un nosotros que nos implica solo porque nos abandona o porque puede hacerlo desde la seguridad de la mayoría del otro contra la duda del yo. Ese maldito yo. Bajo los pies temblando los equilibrios: no mirar hacia allá, mantener el cuello erecto, las plantas pegadas, fingir estatuas ad honorem, las instrucciones del fotógrafo que nació un mañana!... ¿Cuánto tiempo? ¿Una, dos adolescencias? Yo, en perfidia y en verdad, hace mucho que bajé la mirada, no supe presentirme y con el tiempo he querido ver los ojos que ven, como si en el fondo el espejo reflejado en delicada miniatura, como si en la sal, se tuviera la composición necesaria para la línea que nos va a dividir. Y solo lágrimas, mi Reflejo, solo lágrimas desde el abismo abierto arriba, solo lágrimas eran. ¿Del pudor? ¿Del abandono? Del buscabas siendo y no eras. Tus plantas bien pegadas, dije. Todo una estatua, dije, tantas cosas, dije, dije, dije

domingo, 27 de julio de 2008

Vida abreviada de un biógrafo


Pertenecimos a una generación discreta, esa es la cruda verdad, y nuestro mayor mérito fue reconocerlo antes de entrar en ese estado superfluo que atraviesan los malos escritores cuando envejecen y ven de cerca la voraz moledora de carne de la posteridad negada. Yo decanté mis prosas hacia la traducción de naturalistas –hoy mi Eugène Grandet se sigue leyendo con estima y no falta quien la elogie en el gremio-; tomé el silencio de los críticos como una celebración. Kart Vonvinschoeffen, de quien voy a escribir estas páginas que me acercan a algo parecido a la ficción personal después de más de treinta años, prefirió ser la mano invisible detrás de las biografías magníficas de hombres más bien insignificantes y rastreros. El resultado: toda su fortuna y su desdichada muerte.

Del padre de Kart se sabe muy poco, salvo que el fuego de la Gran Guerra se llevó sus escasos logros como hombre de su tiempo. La memoria de su abuelo, en cambio, encarna un par de estatuas en su Polonia natal, con placas al pie que no dan mayor detalle sobre sus pomposas polémicas como sesudo jurisconsulto. Las madres de toda esa genealogía de perfiles serios y adecuados fueron motores ciegos para sí y para los demás. Kart encontró, en su temprana vejez, la manera de hacer de esa fatalidad un bálsamo de virtudes fatuas. En sus diarios de juventud, a los que acudiría posteriormente para el proyecto inconcluso Las moradas perpetuas, escribe sobre su falta de hermanos: “Ser hijo único ha determinado la estructura de mis sentimientos de manera profunda, fácil; las consecuencias de esa soledad tan genética en mi filosofía, complementariamente, todavía aguardan dilucidación”.

Esos mismos diarios registran sus primeras lecturas –De Quincey lo exalta, Anatole France fermenta algunos recuerdos, cualquier simbolista le produce el escozor de las escritura tanto como lo castran los existencialistas bajo cualquiera de sus formas- y una incipiente vocación por el cuento, que nunca logrará dominar pese a una impecable traducción al francés de parte de la obra de Poe, que le valió cierta atención antes de cumplir los veinte años. Yo publiqué uno de sus cuentos en la revista Momentum, que fundé, dirigí y cerré luego de seis números intrascendentes. No me corresponde aquí detenerme en el periodo de su vida que más me toca, porque también es uno de los que adquieren relieve solo por lo que tienen de prefiguración. Diré únicamente que a partir de entonces nos leímos, cómplices tanto de nuestras grandes ambiciones como de nuestro mediano talento.

El género con el que Vonvinschoeffen pensaba pasar a la posteridad era, no obstante su pasión por los reveses inauditos de la trama, la lírica. Sustentaba sus poéticas febriles en el canto a los muertos que, pese al inevitable tufillo gótico que lo asediaba, supo cultivar a modo de cántico de esperanza. La foto de la contratapa del poemario Halos –el segundo que escribió, pero el primero que publicó-, en la que figura sentado entre lápidas con sus espejuelos oscuros y una sonrisa sobre todo nerviosa, es una muestra exagerada de lo que él solía llamar abiertamente comunión con los muertos.

Por ello, porque conocía las briznas en las que podía deshacerse su vocación hecha sobre todo de entusiasmo y pena, y porque sabía de los horrores del mundo que lo empujaron a las necrópolis imaginarias de su mala poesía, no descifré hasta mucho después su incursión en el periodismo, primero como editor de un periódico de derecha de bajo tiraje, y luego, casi como si hubiera sido promocionado, como redactor de oscuras biografías de generales de destinos y reputaciones clandestinas. Mi primera reacción fue la enemistad, acaso el asco. Hoy el periodismo ha cambiado mucho y se puede decir de él que es, en el mejor de los casos, una manera de ejercer el poder. Pero por aquel entonces –estoy hablando de principios de los cincuenta- en Europa no se terminaba de entender bien qué era un periodista si no era algo más –por lo general un héroe o un ahijado o un padrino-, y los humanistas y letrados no íbamos a ser los primeros en entenderlo; todo lo contrario, los menospreciamos. Kart Vonvinschoeffen no era un jovenzuelo ya; era para mí verlo sufrir la más atroz de las transformaciones.

Mantuve el odio y la distancia –solo interrumpida por una carta cuyo primer párrafo todavía alcanza mi memoria- hasta que cayó años después en mis manos por una casualidad impúdica uno de los ejemplares que Vonvinschoeffen les dedicaba a los políticos que trataban de volver a dibujar el mapa de Europa con el arbitrio de un perro salvaje. Las épocas que separaban a mi antigua versión de la aun más añeja versión de la imagen de mi amigo no impidieron que sintiera –y aquí el verbo es una ofrenda- nostalgia por aquel estilo magro, áulico, prescindible de nuestra autóctona mocedad. No voy a dar detalles de los hilos que me llevaron a darme de bruces con ese tomo anodino, pero sepa el lector que el hurto que tuve que cometer para hacerlo mío era una consecuencia lógica sin efectos para con mi moral. En ese límite me encontraba yo. En ese límite lo encontré.

Leí sus seiscientas páginas en una noche alucinada, seiscientas páginas que fueron miles cuando se estiraron a otras tantas más que, a la larga y sobre el final, parecieron el perfil de un solo hombre resignado a su rol secundario incluso en el interior de su propia vida. Había escrito, a lo largo de casi tres décadas, el retrato de docenas de políticos y militares muertos en vida, cadáveres para un futuro que ya estaba echando sobre ellos la nausea de las generaciones contemporáneas. La misma foto en la solapa, repetida vertiginosamente, fue envejeciendo en mis manos: su pelo rubio entonces plateado, sus manos de araña gorda, su inapelable parquedad de enterrador. ¿Eran todas esas vidas apuradas por ser un entramado de acciones su mejor manera de regresar, oh ironía, sobre el lomo de los vivos, al infierno, único lugar en que sintió cómodo, no juzgado?

No pude saberlo de su boca. Cualquier especulación dirá más de mí que de sus ánimos. Cuando esperaba la respuesta a la segunda de mis cartas, me llegó la noticia de su muerte en una golpe que sufrió el cónclave central de la mafia de Moscú en la entonces Unión Soviética. Por su aspecto, por su ingenuidad, lo confundieron con sus personajes.

Los periódicos lo trataron bien, para mi sorpresa. No dudé que las motivaciones podían relacionarse con ciertos rumores sobre la falsificación de su testamento, que delegó su pequeña fortuna a oscuros servicios estatales. Pero me sorprendió aun más que escogieran la foto de su primer poemario para despedirlo. Fue lo único que recibimos a cambio.

jueves, 24 de julio de 2008

X vende un cuadro X (tercera y última, creo)


y qué lugar es ese, le dice, ya ha dejado de verlo, pero X nota que sigue prestándole atención, algún tipo de atención más allá de la que exige la vista, a la imagen que cuelga tapando casi toda la pared del hall. No le responde inmediatamente, prefiere dejar su cómodo lugar en el sillón que casi tragaba su cuerpo atornillado por la flojera y dirigirse hacia el bar en busca de una combinación a la que no le falte vodka o ron. Sirve dos, sin consultarle nada a su acompañante, no lo conoce, pero jamás le han rechazado un Desarmador a media tarde y menos antes de cerrar un negocio, luego vendrán más y quizá las quejas, pero por lo pronto han comenzado y el gesto de regusto luego de saborear el primer trago indica el acierto de la decisión. Bien, ¿qué lugar es ese? le recuerda la pregunta sin que sea necesario, X la tiene en mente como una cuña.

¿Así se llama el país? Dios mío, suena tan, no sé… X guarda silencio. ¿Acaso no ve que es una ciudad?, piensa. Algún pariente lejano, de una genealogía tortuosa, encubierta cuando no negada, se pierde sin embargo en ese nombre como si cayera en el fondo de un pozo. Mira su rostro en el reflejo de la mesa de vidrio sobre la que reposa su vaso. Sus facciones aparecen distorsionadas, se nota solamente con claridad su cabello lacio y oscuro. Alza la mirada hacia su interlocutor. Se ha puesto de pie. Su silueta, una figurilla amanerada, cimbrea con vehemencia hacia el cuadro.

Ven, explícame todo esto, le dice. X se apura ahora diligente. Se siente más cómodo para enfrentar la imagen. Acrílico sobre lienzo. Ya. ¿Ves la distorsión de la parte izquierda? Tuve que recubrir la tela con... Un momento, sabes que nada de eso me interesa, háblame del lugar, Niño, del lugar. Si eso quieres es mejor que te enseñe las fotos, para qué estamos perdiendo el tiempo frente a mi cuadro, dice X, un tanto ofuscado. Va por su segundo Destornillador. Su acompañante no le da importancia al reclamo, está ensimismado, tan completo con la mano colgando debajo de su barbilla, hace correr el hielo en el vaso, parece ansioso, pero no bebe. Mira el cuadro como buscando un detalle.

X se pierde en el corredor, solo unos instantes, luego de los cuales regresa con un fajo de fotografías en blanco y negro. Las arroja sobre la mesa, se aplasta nuevamente en el sofá y acaba con el contenido del vaso de un solo trago. Piensa bien antes de hablar, ven, le dice finalmente a su invitado, esta es la foto sobre la que está hecho el cuadro. Selecciona una entre todas. Es mediana, de unos cuarenta por sesenta, tomada con una Coolpix 5700 SRL. Explica la pila del centro, la figurilla de acá, es de bronce. Se conserva desde la época en que dependían de… ¿España, puede ser?, Sí, España. En principio iba a tomarle una foto solo a la pila, pero bueno, sabía a lo que iba y no me permití más. Era de noche, fíjate en el detalle de las luces, según los lugareños la iluminación es reciente, y debe ser, porque a mí me habían contado que el sitio era peligroso y lo que más vi fueron guardias, estos de acá, de azul, como hormigas por todo el cuadrado. No, ningún problema, creían que tomaba las fotos como un turista cualquiera ¿Te comunicabas bien con… con ellos? Sí, musita X, sé un poco de castellano. Su acompañante lo mira de pies a cabeza y hace una mueca, sin desprecio, solo con tintes cómicos, de pronto le ha parecido que X es también remoto como aquella plaza de atmósfera colonial. Entiende por qué, además, ha sido X el que viajó a tomar las fotografías.

Termina su exposición con gruesos detalles sobre los edificios que rodean la plaza, un par de iglesias (dentro de una de ellas hay pinturas espectaculares, que o bien atemorizan o bien, para ateos como X, llaman a la reflexión), Palacio de Gobierno europeísimo, Municipio más bien aburrido (conjunto repetido en casi todas las ciudades en las que ha tenido que hacer contactos). Ríen un poco sobre alguna reseña histórica mal evocada (ahí mataban los indios a los de la Santa Inquisición), hecha de los retazos de otros viajes por Latinoamérica, región de madres e hijos derramados por las calles.

El sonido de un celular interrumpe la conversación, cuyos engranajes habían sido ya completamente aligerados por el alcohol. X, aunque aparentemente distraído, no se pierde una palabra de la conversación de su compañero. El ánimo parece el mejor. Bromean, a juzgar por las carcajadas y por una que otra palabra en castellano (“buono amigou”, “fi-esta”) que su acompañante intercala en la conversación. Finalizada la llamada –X ha calculado más de diez minutos-, cuelga y se mete la mano al saco para guardar el celular y buscar el sobre. Se lo entrega a X, que lo deposita en un cajón sin ver su contenido. Ya ha bajado el cuadro de su lugar –es una pintura realista de figuras definidas, pero colores mínimos y difuminados, dos, quizá tres, pero Lima, cuya plaza se encuentra representada, es enteramente reconocible- y lo está envolviendo.

El carro que se aleja hasta perderse en los ruidos tímidos de la ciudad indica que todo ha salido bien. La pared del hall luce enorme. Vacía, desesperante. X no tiene deseos, por el momento, de pensar en colocar algo en su reemplazo. Se encierra en su habitación para evitar el espacio en blanco y olvidar la venta del cuadro, las fotografías, las direcciones, los contactos, en fin, todo lo que dentro de poco circulará como mercancía y solo es para él, además de los billetes que en esos momentos cuenta (y que le permitirán seguir pintando por un buen tiempo), un pasado oscuro que le ha legado dos lenguas, una atractiva familiaridad con los traficantes de su país y eso que lo acosa en los espejos.

X apura el último trago antes de caer en sueños y olvidar los pormenores de su último trabajo.

111 (segunda)


En el cuadro, un grupo de ancianos que tomaban sol como lo harían jóvenes en la plenitud de sus cuerpos. Uno de ellos, el más arrugado, cuya barriga fruncida se derramaba a un lado rozando el brazo, rama endeble, del viejo yuxtapuesto, abría la boca hasta el límite máximo de su postiza seguro esperando la caída de alguna gota dulce desde las nubes. El cuadro lo pintó tu tío Enrico. ¿Cómo se llama? Ciento once. Mi padre hablaba menospreciante y cuando pronunciaba Enrico o ciento once se le inflaban los cachetes y las fosas nasales de una manera que todavía me da nauseas. Enrico, el tío loco. El tío pintor. El tío que no trabajaba. El tío que pese a ser el menor murió primero. Loco, pintor, ocioso y suicida, el tío Enrico, manos de albañil, pero pulso de calígrafo chino: cada arruga de los viejitos de ese cuadro era una letra de un alfabeto secreto de infinitos sentidos. Son pacientes de un sanatorio, me dijeron por fin cuando pregunté por enésima y ya tenía quince años y ya no tenía tanto miedo de la mirada perdida de los viejos al sol. Fue mi hermano el que sentenció: amigos del tío loco, cuando lo encerraron en la clínica de lujo en la que pasó sus últimos días. Desde ese día, solo podía concentrarme en los ojos de aquellos viejos, en sus articulaciones sacadas de alguna enciclopedia sobre aves. Habían sido personas, y ahí en el hall de mi casa, que era la casa de mi abuelo, de sus hijos y seguramente mía y de mis primos, casi de la familia: habían tenido el privilegio de ver a uno de los nuestros agonizar sus delirios sobre el final. Y nos devolvían, por cortesía, sus miradas atentas a la nada, como si denunciaran con ello que nuestra rutina era precisamente ese espacio en blanco entre la vida y la muerte.

Una noche sus risas me arrancaron de un sueño ciego. Risas sigilosas, recortadas por la bruma de las pesadillas. Volaba, pero tenía miedo como los que andan en dos pies. No había olores, solo el color negro de alguna sangre. Me sentía en el cuadro y lo estaba viendo. Y no era yo. Era mi padre, luego mi tío. ¿Lloraban, se contaban algún secreto? Una traición. Lo sabían muy bien. Eso les provocaba deformar sus rostros y definir por fin su locura: Enrico, tu hermano te ha encerrado aquí. Di un salto hasta el techo. ¿Mi padre? Y mi padre volteó y me miró con esos ojos que negaban y decían sí, lo soy. Fiebre helada. ¿Desperté? No sabría, no era prioritario saberlo, tenía que huir, huir del sueño, de la locura, huir de esa traición que es la locura. Los locos me acosarían día y noche hasta que lo revelara y no quedara nada más que alzar mi palabra contra mi padre. La puerta de la casa el final del túnel y el inicio de otro abierto. Mis dedos se helaron en la intemperie, niebla y rocío abalanzado con plenilúnica paciencia sobre mi cabello castaño, mis ojos buscaron siempre un más allá de las risas ahora en mis oídos, ahora ensartadas en coro repitiendo traición, traición, traición, risas, las calles en los alrededores del cuadro, el cuadro, ardor descalzo, realidad.

Abro los ojos. Llaman al desayuno. Caminando hacia la mesa, observo el cuadro ya sin curiosidad. He pedido la mermelada que unto sobre mis tostadas a mi padre para confirmar alguna comisura. Nada.

Horas más tarde, cuando estoy en el baño, desnudo frente al espejo, la descubro primero en mí.

domingo, 20 de julio de 2008

Silencio y final


Porque al imaginar que el punto en que dejamos de ser la luz marchita un túnel, escuchamos el silencio, más solos incluso que en la gramática que nos regala una comunión de eses, una cópula de sustantivos comunes entre un nosotros, siquiera ellos, los amantes, que callan sabiendo la exiencia de un grito. Cuando no queda nada, ni la misma página en blanco o el monólogo de izquierda a derecha, se calcina la voz
-repito para mí con la esperanza-,
escucho el silencio.

martes, 8 de julio de 2008

Por qué y porque


A: ¿Por qué tantas canciones?

B: Porque hay un montón de películas.

A: ¿Por qué tantas películas?

B: Porque hay un montón de historias.

A: ¿Por qué tantas historias?

B: Porque hay un montón de personas.

A: ¿Por qué tantas personas?

B: Por las canciones y las películas.