domingo, 27 de julio de 2008

Vida abreviada de un biógrafo


Pertenecimos a una generación discreta, esa es la cruda verdad, y nuestro mayor mérito fue reconocerlo antes de entrar en ese estado superfluo que atraviesan los malos escritores cuando envejecen y ven de cerca la voraz moledora de carne de la posteridad negada. Yo decanté mis prosas hacia la traducción de naturalistas –hoy mi Eugène Grandet se sigue leyendo con estima y no falta quien la elogie en el gremio-; tomé el silencio de los críticos como una celebración. Kart Vonvinschoeffen, de quien voy a escribir estas páginas que me acercan a algo parecido a la ficción personal después de más de treinta años, prefirió ser la mano invisible detrás de las biografías magníficas de hombres más bien insignificantes y rastreros. El resultado: toda su fortuna y su desdichada muerte.

Del padre de Kart se sabe muy poco, salvo que el fuego de la Gran Guerra se llevó sus escasos logros como hombre de su tiempo. La memoria de su abuelo, en cambio, encarna un par de estatuas en su Polonia natal, con placas al pie que no dan mayor detalle sobre sus pomposas polémicas como sesudo jurisconsulto. Las madres de toda esa genealogía de perfiles serios y adecuados fueron motores ciegos para sí y para los demás. Kart encontró, en su temprana vejez, la manera de hacer de esa fatalidad un bálsamo de virtudes fatuas. En sus diarios de juventud, a los que acudiría posteriormente para el proyecto inconcluso Las moradas perpetuas, escribe sobre su falta de hermanos: “Ser hijo único ha determinado la estructura de mis sentimientos de manera profunda, fácil; las consecuencias de esa soledad tan genética en mi filosofía, complementariamente, todavía aguardan dilucidación”.

Esos mismos diarios registran sus primeras lecturas –De Quincey lo exalta, Anatole France fermenta algunos recuerdos, cualquier simbolista le produce el escozor de las escritura tanto como lo castran los existencialistas bajo cualquiera de sus formas- y una incipiente vocación por el cuento, que nunca logrará dominar pese a una impecable traducción al francés de parte de la obra de Poe, que le valió cierta atención antes de cumplir los veinte años. Yo publiqué uno de sus cuentos en la revista Momentum, que fundé, dirigí y cerré luego de seis números intrascendentes. No me corresponde aquí detenerme en el periodo de su vida que más me toca, porque también es uno de los que adquieren relieve solo por lo que tienen de prefiguración. Diré únicamente que a partir de entonces nos leímos, cómplices tanto de nuestras grandes ambiciones como de nuestro mediano talento.

El género con el que Vonvinschoeffen pensaba pasar a la posteridad era, no obstante su pasión por los reveses inauditos de la trama, la lírica. Sustentaba sus poéticas febriles en el canto a los muertos que, pese al inevitable tufillo gótico que lo asediaba, supo cultivar a modo de cántico de esperanza. La foto de la contratapa del poemario Halos –el segundo que escribió, pero el primero que publicó-, en la que figura sentado entre lápidas con sus espejuelos oscuros y una sonrisa sobre todo nerviosa, es una muestra exagerada de lo que él solía llamar abiertamente comunión con los muertos.

Por ello, porque conocía las briznas en las que podía deshacerse su vocación hecha sobre todo de entusiasmo y pena, y porque sabía de los horrores del mundo que lo empujaron a las necrópolis imaginarias de su mala poesía, no descifré hasta mucho después su incursión en el periodismo, primero como editor de un periódico de derecha de bajo tiraje, y luego, casi como si hubiera sido promocionado, como redactor de oscuras biografías de generales de destinos y reputaciones clandestinas. Mi primera reacción fue la enemistad, acaso el asco. Hoy el periodismo ha cambiado mucho y se puede decir de él que es, en el mejor de los casos, una manera de ejercer el poder. Pero por aquel entonces –estoy hablando de principios de los cincuenta- en Europa no se terminaba de entender bien qué era un periodista si no era algo más –por lo general un héroe o un ahijado o un padrino-, y los humanistas y letrados no íbamos a ser los primeros en entenderlo; todo lo contrario, los menospreciamos. Kart Vonvinschoeffen no era un jovenzuelo ya; era para mí verlo sufrir la más atroz de las transformaciones.

Mantuve el odio y la distancia –solo interrumpida por una carta cuyo primer párrafo todavía alcanza mi memoria- hasta que cayó años después en mis manos por una casualidad impúdica uno de los ejemplares que Vonvinschoeffen les dedicaba a los políticos que trataban de volver a dibujar el mapa de Europa con el arbitrio de un perro salvaje. Las épocas que separaban a mi antigua versión de la aun más añeja versión de la imagen de mi amigo no impidieron que sintiera –y aquí el verbo es una ofrenda- nostalgia por aquel estilo magro, áulico, prescindible de nuestra autóctona mocedad. No voy a dar detalles de los hilos que me llevaron a darme de bruces con ese tomo anodino, pero sepa el lector que el hurto que tuve que cometer para hacerlo mío era una consecuencia lógica sin efectos para con mi moral. En ese límite me encontraba yo. En ese límite lo encontré.

Leí sus seiscientas páginas en una noche alucinada, seiscientas páginas que fueron miles cuando se estiraron a otras tantas más que, a la larga y sobre el final, parecieron el perfil de un solo hombre resignado a su rol secundario incluso en el interior de su propia vida. Había escrito, a lo largo de casi tres décadas, el retrato de docenas de políticos y militares muertos en vida, cadáveres para un futuro que ya estaba echando sobre ellos la nausea de las generaciones contemporáneas. La misma foto en la solapa, repetida vertiginosamente, fue envejeciendo en mis manos: su pelo rubio entonces plateado, sus manos de araña gorda, su inapelable parquedad de enterrador. ¿Eran todas esas vidas apuradas por ser un entramado de acciones su mejor manera de regresar, oh ironía, sobre el lomo de los vivos, al infierno, único lugar en que sintió cómodo, no juzgado?

No pude saberlo de su boca. Cualquier especulación dirá más de mí que de sus ánimos. Cuando esperaba la respuesta a la segunda de mis cartas, me llegó la noticia de su muerte en una golpe que sufrió el cónclave central de la mafia de Moscú en la entonces Unión Soviética. Por su aspecto, por su ingenuidad, lo confundieron con sus personajes.

Los periódicos lo trataron bien, para mi sorpresa. No dudé que las motivaciones podían relacionarse con ciertos rumores sobre la falsificación de su testamento, que delegó su pequeña fortuna a oscuros servicios estatales. Pero me sorprendió aun más que escogieran la foto de su primer poemario para despedirlo. Fue lo único que recibimos a cambio.

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