Un hombre se aburre, se aburre a muerte como pocos, aunque, pensándolo mejor y siendo lo precisos que se requiere en casos enjundiosos como estos, se aburre como toda una estirpe de personajes de carne y hueso apolillados por la insatisfacción empastada, el alimento que encuentran adecuado para todas las partes del cuerpo menos el alma, concepto del que huyen por razones pocas veces esclarecidas, pero en ningún caso relacionadas con el devenir de los astros ni nada gravitatorio; un hombre se aburre, entonces, y por la insignificancia de ese aburrimiento y la trascendencia de todo lo demás, escribe un libro a partir del cual generaciones enteras sabrán invertir el libreto y sentir que aburrirse, vaya que sí, damas, caballeros y niños, vale la pena como la muerte misma.
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