Pensar una oración es pensar un comienzo, un
orden de reiteraciones delicadas, resarcidas
en el bosque de pensamientos que todo lo tapa y
en el que es tan fácil perderse, sentirse satisfecho
con el olor de las tardes,
volver a casa agachado con la sombra en los talones.
Su final, sin embargo, es pura quietud: uno
se aturde al reconocer el traslado y la demora, el aspaviento
y la paciencia de aquel vaivén superfluo. Se es otro sin pena,
sin molestia, sin orgullo
La última palabra puede ser vacua, puede ser
una vieja conocida incitándonos al azar de astros por conocer.
Puede ser lo que sea.
Pero entonces reta, interpela, regresa a la primera para exigir
la administración de los sentidos,
y en la primera se detiene a sembrar dudas
entre cada letra circunfleja: uno mismo tendrá que recoger
lo que sobre y guardarlo cuidadosamente, como si de cristales
se tratara.
Si alguna vez llegara a romperse, la obligación de comenzar
una vez más no podrá eludirse.
Si la luna es buena,
es necesario que así sea.
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