1
Voy a contar el cuento de ayer. Fue cumpleaños. Quien lo celebraba estaba mal, porque el mundo de la moda es su opuesto invertido. Más sencillo, al ritmo al que van las prendas de algodón, es que se diseñe su ropa. Eso puso mal las cosas, que cuando no funcionan adquieres matices paranormales y casi siempre, por renuncia, fatales. Todos queremos estrenar algo nuevo en días de cumpleaños. Es una manera adecuada de contrarrestar la sensación de que somos un paso más viejos. No hemos hablado sobre eso, sé que no le han caído tan mal como mis 24 (fatales... ya se arreglaron al redondearse en 25... y ya se joderán nuevamente en los siguientes números, tan amorfos: 26, 27...), sé que, cuando finalmente encontramos un par de trapos que fueron muy bien juntos, el sol hizo más sentido, porque ayer el sol se portó bien, cruzamos los dedos durante la semana y así fue.
El almuerzo acabó con el disimulo de mi barriga: creció hasta el punto de una rigidez preocupante. Mientras comía y el vino iba pasando con poco paciencia de la botella a la copa y de ahí a mi torrente sanguíneo, pensaba en ese momento de celebración que me coprometía. Mis ausencias que son presencias, mi cabeza que flota sobre el cuerpo, mis lástimas bienechoras, mis segundos acumulados duera de cualquier línea del tiempo. Con ellos junto un capital, pero presiento una estafa cuando sea viejo y quiera volver, a través del ducto de la fantasía, a vivir mi vida.
¿Qué mejor que estar ahí, mientras? No lo sé, pero floto y nada más basta enterarme para saberme en el fondo, quizá una copa, pero valen también ciertos sábados de cine y pollo frito y, claro, el vino que hace todo fondo más claro y más oscuro.
Mi distracción no evitó las reconciliaciones. De regreso, sin embargo, el sueño que podía ser un cuento de una pesadilla que podía ser un sueño rellenó los espacios en blanco, nada que un poco más de libertad no puliera, pero no hubo libertad y las aristas de lo que no supe resolver clavaron mi paciencia sobre un corcho de desesperaciones, de disgustos tan sencillos, tan inevitables. Cuando mi teléfono es una puerta sé que detrás no encontraré nada. Y estuve tentado de cruzar, una vez más, de la mano de una promesa bobalicona y desgraciada, el marco del vacío, tocar el perfil de quien no me espera o me espera lejos, lejísimos, en un mundo al revés.
Decía que iba a contar el cuento de ayer. Pasamos sin contratiempos yo y el cumpleaños. Los amigos, por más que nos incomprendan y nos destoleren, cuando se juntan y saben querer así, como una multitud despreocupada -equilibrio difícil, apertura indiferenciada que todo lo absorbe en unos y cuantos-, hacen de cada tiempo un lugar acogedor, donde la violencia solo patalea y nunca es del todo cierta. Así fue, las fotos no han declarado falsos estipendios: fue todo un regalo para los demás, bienvenidas, despedidas simétricas.
Y no puedo descreer de los amigos ahora menos. Se celebró un cumpleaños con ellos como hace tiempo no. Á mí me regalaron -en un segundo en la cocina- la oportunidad de un nuevo comienzo. No sé a dónde irá a terminar, pero va a durar mucho, muchísimo.
2
Día de ciencias ocultas: lo peor: profecías sobre la televisión; lo mejor: el viejo Kant y los insultos solapados en el edificio de sus categóricos. La mañana fue un cuarto menguante cuando no un naufragio. Salí vivo con ayuda el buen amanecer de mi mamá. El sol... La alegra, pero ella lo alegra más. Ambos brillaron como hace tiempo no.
El medio kilo de chocolate que todavía resiente mi organismo (fue una casualidad, inverosímil como tal, pero nada más que una casualidad) me mantuvo alerta como una avispa, suspendido en mi desesperación matutina. Aunque todo se concentraba en el remolino de las cinco (que desde hace tanto empezó a girar y que hoy enfrenté con el más limpio estupor del que fui capaz), pude distraerme entre las horas. Me comporté como un ejemplo para mí mismo bajo la sombra de una promesa: mantener la cordura al menos durante aquellas horas.
Para ser sincero, estuve lejos de la versión premeditada y sí, la irrealidad y la prisa del voyeurismo postergado le ganaron la partida a cualquier tipo de presencia. Nadie me puede achcar que no lo intenté, pero la tensión del ambiente no se cristalizó en nada.
Conocí a un animal risueño (me lamió un costado de la boca). Comí galletas con atún. Di ejemplos sobre diferentes tipos de morales (en el fondo, perdido entre todas, ¡pero qué claridad, qué estatua de tipazo!). Regresé a mi guarida, feliz en algún lugar perdido de mi barriga, triste en casi todas las demás partes, lógicamente coordinado en mis proyectos de sonrisa que hasta el momento llevan casi el día completo, pero parece que no pasan de un leve gesto, quizá cierto.
Ya olvidé esa llamada para el olvido. Espero que la reciba. A mí me corresponde estropearlo todo y a él darle un orden.
pd. ¿Tendrá una pesadilla?, ¿me la contará luego? Apuesto que preferirá olvidarla o, peor, preferirá olvidar contármela. Mañana veremos.
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