Basta asomarse a ellos para comprobar las dimensiones de nuestro egoísmo y la naturalidad con la que se desenvuelve en nosotros, gravitante, absorbiendo todo lo otro hasta hacerlo un escenario sombrío, una transparencia nocturna, el amanecer de un día y el día, colocar nombres para arrancarlos con todo y piel y enseñarnos, crudísimos todos, que no somos más que fantasmas, que los demás son solo cimientos y que sus sueños nos contienen de la misma intrascendente manera, como una lenta eyaculación de nuestro cuerpo sobre las cosas.
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