martes, 13 de noviembre de 2007

La libertad de los libres


Como toda sana redundancia, esta también anuncia una ingenuidad: el mundo dividido en dos por principios más cercanos a la frivolidad que al instinto, y no hablemos ya de la razón o la gloria. Para todo libre existe la soltura antes que las reglas, y por eso, más que ejercer la voluntad, la reducen. Puede vérseles subiendo los pies a las sillas o agitando los dedos descalzos debajo de algún mantel que, ahí, es la cortina de un teatro bufo y socarrón. No es raro en ellos mostrar los dientes completos, como si hubieran tardado su vida coleccionando cada uno, al menor descuido de cada quien.


A los libres, recomiendo desde mi humilde esclavitud, debemos encerrarlos. Mostrarles en el ostracismo de una mazmorra que moverse no es suficiente, es solo el principio de un largo camino que termina con la mirada puesta en la oscuridad. Durante años de pronfundas meditaciones y sofocos producto de sueños sin lugar, aprenderán a contar de nuevo y recoradarán lo que los hizo ser lo que no son, lo que sin más terminarán siendo. Solo así, al abrirles la puerta para la verdadera libertad, ellos podrán demorarse un momento ahí dentro y hasta pedirle el nombre y el teléfono al carcelero, ese hombre que puede ser un buen amigo, y despedirse con el hola y el adiós de todos nosotros.

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