jueves, 22 de abril de 2010

Funámbulo

Esto es lo que ella me cuenta. Yo estaba dormido cuando sucedió.
-Primero pensé que estabas meditando, pero la pijama me indicó que algo raro ocurría. En poco tiempo até cabos. Sin embargo, no te quise despertar inmediatamente. He oído en la televisión que es peligroso, así que me dediqué a cuidar de que nada te pasara hasta que despertaras, digamos, por iniciativa propia. En principio, Marco, me inquietó tu equilibrio. En cualquier momento, dormido como estabas, te me ibas al suelo por un lado de la banca. Pese a todo, no fue un verdadero problema: lucías muy bien sentado, la esplada recta, la cabeza perfectamente erguida por el cuello. Por eso te digo que primero pensé que meditabas. Ni despierto te he visto tan bien sentado. En fin, que el equilibro no parecía ser ningún problema. Luego el tema del frío. Plena madrugada, en medio de un parque. Una humedad que me daban pena hasta los árboles. El viento hincaba por los cuatro costados. La primera en despertarte iba a ser la neumonía. Felizmente, siempre salgo a correr con una sudadera de respuesto; te la puse sobre los hombros. Entonces, como reaccionando al contacto, empezaste a mecerte y, al poco rato, abriste los ojos. Digo "los ojos" y no "tus ojos", porque sabe dios de quién habrán sido. No eras tú, Marco, no porque no me reconocieras, sino porque simplemente esos no eran tus ojos. ¡Me entró un miedo! Al punto que dicidí irme. Con los ojos abiertos, al menos, ya podías conducirte. De hecho, me dije para aliviar mi conciencia, de alguna manera habías tenido que llegar hasta allí. Tu casa no está cerca del parque, tú lo sabes. Pues bien, caminé unos pasos, tratando de no darte completamente la espalda, para que veas cuán asustada me encontraba, pero cuando estuve a punto de dar la vuelta a la esquina se me paralizaron las piernas, quizá era el peso de una culpa retorcida, no sé. Lo cierto es que regresé, pero ya no tan cerca. Me dediqué a mirarte, siempre alerta, desde una banca cercana. Seguías sentado. Parecías sacar algo de tus bolsillos y echarlo a las aves, o quizá solo hacías el gesto. Como sea, algunas palomas bajaron, curiosas, a picotear el asfalto. Pasaste unos minutos en lo mismo. Luego me dio la impresión de que habías arrojado algo un poco más contundente. Algo de color negro. Sin atenuantes, me ganó la curiosidad e inmediatamente me acerqué de la manera más sigilosa que pude y, cuando estuve a la altura del grupo de palomas, vi que, en efecto, estabas echando migajas. Recogí lo que habías tirado un poco más allá, lo que me había llamado la atención. Era una pequeña caja con un anillo dentro. Un anillo de compromiso. Lo cogí y lo guardé antes de que alguien que pasara por ahí se lo robara...
La historia continúa en otros escenarios, pero las situaciones son más o menos las mismas. Desde luego, le creo hasta las comas. Tengo todavía el suéter con el que me cubrió del frío y el dolor de huesos que no pudo evitar. Además, ese mismo día, cuando me contó todo lo que había ocurrido y quiso devolverme el anillo, le dije que podía quedarse con él, que a mí ya no me servía de nada.

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