viernes, 11 de junio de 2010

Entonces: dos reyes

Este lo era de un reino pequeño, con escasos edificios viejos y derruidos. No así su ego, del tamaño del horizonte. En sus ratos libres, como no tenía nada que hacer, lo dividía en partes: pasado, presente y futuro, y allí ponía a jugar a los fantasmas de su inutilidad.
Este otro también tenía un reino destruido. Y un pesado ego sobre los hombros. Sin embargo, con el tiempo decidió aprender a desaparecerlo, a sacarlo de en medio, porque lo estorbaba cuando quería, por ejemplo, recoger una flor. En lugar de retener las cosas como el primer rey, empezó a dejarlas pasar a través de sí, y se maravillaba contemplando los caminos que las cosas podían tomar.
Empezó a sentirse a sus anchas, como nunca antes. Le quedaba espacio de sobra sin su ego: donde antes hablaba de su formación jesuítica, metiendo a un montón de personas para decir simplemente un yo con minúsculas, donde antes hablaba del ajedrez para sentirse inteligente y no ver que era, sobre todo, un inútil entre ruinas, ahora había una mirada tan pura que a veces parecía que las cosas se estaban viendo a sí mismas usándolo como espejo. Ya no hacía un circo con pretendidas frases suyas. Se sabía siempre citando y a los demás en ejercicio repetido, y al saberlo confirmaba que la postura ideal era hincado.
No faltaron los esclavos que, viendo la nueva actitud del rey, quisieron pasarlo por encima. El rey, sin ego que proteger, así los dejó morir, enredados en el penoso espectáculo de la miseria insolente.
Este segundo rey se hizo viejo, tal cual el primero. Ambos fueron hombres más o menos felices. Ese no es el punto. El punto es que el segundo rey despertó un día de vejez que lo asaltó cerca de la muerte, deslumbrado por el color de las cosas. Nunca había visto tantos colores: ahora sus ojos eran el revés de cada pedazo de tierra. El mundo era finalmente un reino vastísimo y no había un solo miserable ni en la cima ni en medio de él para estorbarle el espectáculo. Todos eran los subordinados del ojo y la gracia con que miraba.
El primer rey murió encogido, ignorándolo todo, porque se ignoraba primero. Su ego no le sirvió de nada en la caída libre con la que interpretó el vacío.

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