jueves, 23 de septiembre de 2010

A la salida del teatro, invierno de 1989

Una blusa blanca estupenda. El blanco le quedaba tan bien le había dejado de decir él desde hace un tiempo difícil de precisar. Igualmente tomó la blusa en el silencio de la habitación y una bufanda negra como el resto de su ropa, casi un luto de no ser por los zapatos y el bolso rojos, aquella vez.
¿Cómo me veo? le preguntó ella; él respondió sin dejar de mirarse en el espejo, mientras se acomodaba a corbata antes de ir al teatro.
Y sin embargo aquella, la última vez, conversaron a la salida de un anodino espectáculo. Como dos personas que se quieren. Como quienes tienen de testigo a una noche muy negra y sin estrellas.
—Odio el teatro. Hice el esfuerzo, pero no puedo. Lo odio. —empezó él.
Ella lo dejó hablar. Miraba alternativamente el rostro de su compañero y la acera, quizá concentrada en el frío.
—Odio que finjan. Se nota. Es decir…—continuó él con un gracioso tono de convicción, totalmente desproporcionado en relación con la vacuidad de sus palabras.
Ella decidió entonces prestarle atención. Sus pasos eran firmes, como si en lugar de salir estuviera tratando de llegar a tiempo a algún sitio. Dijo:
—No fingen. Actúan. Los actores actúan. Los mentirosos fingen. —lo miró al rostro por primera vez desde que salieron del teatro— Y los actores no son mentirosos.
Él parpadeó incómodo, sintió una súbita ola de calor y el imposible color rojo de sus orejas encenderse. Y las cien veces que había dicho te amo. Tomemos esas cien veces. Hagamos cálculos. Fingir. Actuar. Vivir. Una progresión contaminada.
—Depende de cómo lo veas –respondió él de inmediato, como para sí.
—Todo depende de cómo lo veas. —se apuró ella sin disimular cierto fastidio—. Lo tienes que ver como teatro. Es teatro. ¿De qué otra forma quieres verlo?
Él se sobresaltó. Le parecía que estaba siendo un tanto drástica, pero finalmente así era ella con todo. La primera mirada. La blusa blanca. Como toda mujer, ella le había dado una sola oportunidad. A pesar de las apariencias, solo una cada vez, y a él no le había quedado más alternativa que seguir siendo él, lo que ella más o menos había aceptado. No se podía dar marcha atrás. De esa forma había querido verlo.
Él, a dos cuadras del estacionamiento en el que habían dejado el auto y un poco fatigado por un súbito recuerdo —tenían que pasar por el supermercado antes de ir al departamento—, le dijo, sorprendido por todo lo que se podía hablar a la salida del teatro:
—¿De qué forma?—buscó su mirada, buscó algo que le explicara el por qué de su excitación.
Ella seguía caminando con la mirada en otra parte.
—De qué forma qué.
Quedaba su auto y unos pocos más estacionados.
—De qué forma ves tú el teatro. No creo que sea tarde para aprender.
Ella miró su reloj, como si él se refiriese a una hora del día.
—Lo veo sabiendo que los actores no son los personajes realmente, pero sin tenerlo presente —un tono depresivo, tal vez estaba realmente cansada—. Me importa más la manera en que lo que hacen me puede hacer sentir cosas.
Pero se veía increíblemente bien. Tal como caminaba y como vestía, la gracia toda de su compostura le podía dar la licencia a cualquiera de hacer la misma apreciación sobre ella: quién era daba lo mismo: solo la manera de hacer sentir parecía ser importante… La primera vez que él la vio con una blusa blanca le dijo que el blanco le quedaba muy bien y se restregó contra su perfume. Los movimientos acompasados por los intentos de ser su mejor versión. A ella le había parecido bien. A él, la mejor experiencia que jamás había tenido con una mujer. De eso había sido ya un buen tiempo.
Esperó arrancar el auto antes de responderle.
—Pues es el mismo argumento que puede dar un mentiroso. Finalmente, les importa más el resultado de su conducta que lo que las cosas son.
Ella bajó el espejo del copiloto y empezó a revisar su maquillaje. Sin dejar de mirarse las pestañas, respondió:
—Ahora que lo dices, sí, es posible. Quizá todos actuamos, todos mentimos, quizá sean la misma cosa.

Yo puedo decir que el mentiroso, bien vistas las cosas, tiene un mérito mayor. El actor cuenta con la ventaja de un escenario. El mentiroso transforma todo a su alrededor en un escenario potencial. Además, la mentira nunca se acaba. Es eterna. Mucho más que la verdad. Las verdades se cambian unas por otras. Las mentiras apresan a quien las usa para siempre en sus laberintos de espejos. Por si fuera poco, la verdad se debilita cuando la ignoramos. La mentira, en cambio, se alimenta de nuestra infinita manía de no saber.
Él era él y ella, ella, y así sería por el resto de sus vidas, aunque ambos se aferraran tenazmente al olvido. Cuando salió del estacionamiento y dejó al auto deslizarse hacia el final de la noche, alzó la mirada, la vio bajo esa nueva luz y todo le pareció irreal. Sintió que alguna vez la había amado, pero le dijo te amo. Ella sonrió como nunca más lo volvería a hacer.

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