lunes, 4 de octubre de 2010

El grupo 1, los otros y la pregunta por el sitio

La democracia es la política del ensanchamiento semántico y su pregunta clave es "¿me haces sitio?". Es, precisamente, el sistema del relativismo, porque solo la falta de certeza absoluta al respecto de lo que las cosas son permite generar un sistema en el que se discutan los límites de las categorías.
Para el conservador, las palabras son de una univocidad clamorosa: se desgañitan reclamando por el mito bíblico de una palabra originaria para cada cosa, como si Babel qué. Llamar a las cosas por su nombre es un derecho, pero, por como brilla a modo de lema conservador, no podemos más que aceptar que es una espada de doble filo. La familia es X, el ser humano es Y, la vida es Z, los seres con derechos son A, las leguas son B, la cultura es C (ontología y teoría de lenguaje cabalmente falseadas y, valga la palabra, falseantes).
En la democracia, en cambio, la familia es X hasta que el grupo 1 reclama su derecho de que sea X + 1.
Ahora bien, ¿en virtud de qué vamos a "pervertir" nuestras palabras, reflejo de un acervo "milenario"? En virtud de dos principios: el de la relatividad de las cosas (que valdría parafrasear como "la historicidad de los asuntos humanos", para no confundir esto con deconstrucción del discurso científico) y el de la conveniencia de la convivencia sin violencia ética. El relativismo no relativiza los asuntos humanos: estos son relativos en tanto humanos. Y la plasticidad lingüística se amolda a los deseos de los seres humanos: así se ha observado a lo largo de las diferentes etapas de la evolución humana: no hay deseos ni cuerpos sincrónicos. En ese sentido, ¿por qué el grupo 1 no podría reclamar un lugar dentro de esa categoría si lo hemos aceptado como parte de nuestra comunidad, si lo consideramos sujeto digno de voz? La otra alternativa es imponerle un léxico, pero ello iría contra el segundo principio: la ética no puede ser jamás una imposición, requiere un mundo de la vida en el cual florecer y ese mundo de la vida es autónomo.
En democracia, el léxico está abierto y la única condición para ser lexicógrafo es la presencia política. O sea, ser ciudadano. Cuánto cale tu propuesta en cuanto tal dependerá de muchos factores tan azarosos y tan necesarios como el éxito de una novela.
Lo que queda claro es que se puede discutir si familia puede significar X ó X+1, pero no se puede discutir que no es posible cambiar X bajo ningún concepto, en virtud de la estabilidad de los significados del sistema, porque eso implica salirse del juego democrático. Un mundo en el que nos aferramos a una sincronía absurda (hecha por la universalización de nuestro ideolecto y su posterior congelamiento... ¡Como si ese idiolecto estuviera exento de contradicciones y variables!) es cualquier cosa (y, sobre todo, peligroso) menos democrático. Porque, ¿quién va a fungir de sacerdote de las palabras?
En ningún caso podemos delegar un poder como ese a una sola persona. Al menos, no los que hemos aprendido que la consecuencia de ello es desastrosa.

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