martes, 12 de octubre de 2010


La inmadurez de cierto occidente puede llegar al punto de señalar sistemas completos e inconmensurables (por ejemplo, el Romanticismo) como etapas de su supuesta madurez. La gradación de la que hacen que todo dependa (“solo se puede mejorar lo que se puede medir”) es la más notoria manifestación de aquella estrechez de sus límites, pues permanece siempre ajena al sentido de totalidad de ciertas doctrinas orientales que comulgan con el todo y reposan, inmutables, sobre él. A través de ellas sus practicantes alcanzan (a diferencia de los occidentales, que suben y bajan por escaleras de infinitos peldaños) la paz de la inmovilidad, la armonía por y para el amor cabal y fulminante que despierta en el ser la contemplación del instante que es todos los instantes.
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Hasta dónde tendrá que llegar la locura de Occidente, hasta qué desproporcionado número sus locos y a qué nivel de desquicio en sus lunáticos ejercicios, para que se comprenda que el sufrimiento ese sin rumbo es solo una demanda desesperada de los excedentes de un sistema que se desentiende de lo único que debería atenderse: no los grados hacia una nunca demostrada excelencia o la acumulación de las cosas o la repotenciación de energías o los ciclos del carrusel de la vida, sino la simplísima identidad de la felicidad humana con la felicidad humana.

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