viernes, 22 de junio de 2007

El lugar de la pijama (parte 1)

Nadie está libre de pronunciar la oración "a mi madre le gustaba cantar". Tampoco de tener que escucharla, en una tarde muerta antes de empezar, con hastío impostado, mientras la imaginación rema cuesta arriba contra un chorro de lugares comunes que solo anuncian que todo puede salir peor y peor y peor. Ante la inminencia de aquella posibilidad (su madre, a diferencia de todas las madres, sí era cantante; el realismo, era altamente probable, multiplicaría el patetismo), intenté el recurso ineludible del baño.
No me cautivan la casas antiguas. De esta, por ejemplo, solo retengo el pasadizo cuya longitud y cuyas paredes atoradas de fotografías le habrían costado la vida a cualquier claustrofóbico. No es minimalismo, entonces, sino pura indiferencia, que esta casa sea un punto indeterminado de mi geografía personal más aquel pasadizo -más el baño, luz al final de un camino pornográficamente anticuado a partir de los últimos autoretratos.

Tampoco creo que los espacios reflejen la personalidad de sus habitantes (nada lo hace, ni siquiera los mismos habitantes). Creo, en todo caso, que la tesis inversa es más cierta. De manera lenta, pero muy fatal, la gente va acomdando las cosas en los lugares que la casa tenía predeterminados: chatarra en los rincones de las azoteas, aquella lampara flaquita en la esquina más estrecha, y ni qué decir de lo que se nos cae de las manos y florece, con una casualidad tierna, por doquier, por donde conviene que sea.

Si este baño lo hubiese hecho, si hubiese sido la correspondencia arquitectónica de la confusa personalidad (tan confusa como predecible) de Vania, el sanitario tendría que haber estado pegado al techo y el lavabo, un cascarón negro de manijas platinadas, larzar llamas al mínimo contacto con la llave.

Era un cuarto sencillo, una mala broma después del recorrido infernal para llegar a él.

Mientras separaba las piernas y apuntaba a la taza desde la altura considerable de mis piernas, pensando en que la escena era repetida y lo sería aún más cuando la escribiera, y sentía el advenimiento de un jet lag que no se había gestado en esta tarde sino en una tan distante que ahora pensarla solo me garantizaría el dolor de sus esquirlas, juzgué sensato evocar su rostro descarado, sus costumbres de gitana, y en lo que inevitablemente me convertía por ese primer paso que había dado al empezar a convivir con sus delirios nada menos que en su propia casa, el más-allá de sus falsas fantasmagorias. Mi miembro, cada vez más libre de responsabilidades, empezó a resentir sus rasgos perfectos. Lo tuve un momento entre mis manos, antes de guardarlo.

-Sin duda la quieres-le dije monologando, y lo guardé aún activo.

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