sábado, 23 de junio de 2007

El lugar de la pijama (parte 2)

-En qué piensas -somnolienta, pero concentrada, completamente ella.

Es una triste (y tan antigua como el espanto causado por el reflejo) pretensión de los seres humanos la de adentrarse en la mente de sus congéneres. Es doblemente triste cuando la frontera la constituye, además de la obvia constatación de la otredad, el género o la inteligencia o las dos cosas.


-En nada.


Vania hizo un mohín y volvió a taparse hasta el cuello. Ahora era un bulto inofensivo. En una horas, como una bestia mítica milenaria, habría de emerger de aquel pocotón de frazadas. El invierno era poco menos que ominoso. Nunca había hecho el amor por la tarde.


-¿Habías hecho el amor por la tarde?


Vania pareció hincada por los colmillos de una fiera. Sacó medio cuerpo desnudo, demasiado dispuesta a conversar.


-Qué pregunta. Sí. Lo he hecho a toda hora. ¿Te olvidas que he estado casada?


-No. Tampoco que tu marido tenía setenta y siete cuando se casaron ni que en lo sucesivo estaré durmiendo en su lado de la cama.


Vania estuvo complacida con la respuesta. Así me lo hizo saber con las cejas, que sabía arquear de un modo infantil y perturbador. Quería, además, que vuelva a la cama. Huí mientras pude (ahora que me queda poco más que su nombre conmigo, me resulta graciosa mi calidad de víctima frente a esa criatura instintiva y maléfica). La ventana, a esa hora, todavía era un refugio.


-Ven...


Me desvestí dándole la espalda para que me dejara tranquilo.


-¿Tu marido siempre vivió acá?


Desde que mencionó lo del matrimonio, supe que la cara del viejo para el que había trabajado casi diez años ya no me abandonaría al menos hasta que cayera en sueños, y quizá ni entonces. Vania presumiblemente sintió lo mismo y me lo consintió. Una pesadilla con el viejo está mucho más allá de cualquier maldición que merece un asesino.


-Mi marido nació, se crió y..., bueno, murió acá.

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