lunes, 23 de julio de 2007

Insomnios de abril (parte 1)

Antes de que comenzaran los insomnios, durante todos los días y las noches que había pasado con Gabriela, Marco tenía la sensación de que las cosas iban por el camino correcto, aunque le costara bastante definir –cuando, en medio de la actividad más anodina (llenar un vaso con agua, retirar los protectores del retrete, revisar los niveles del auto) lo asaltaba una desazón difusa, pero constante e incisiva, por las escurridizas fechas del calendario, que sin querer sumaban ya más de un mes- exactamente los términos de ese acierto. Sabía que la relación era incipiente, que siquiera empezaban a conocerse y que estaban en esa fase en la que dos personas se sienten profundamente unidas pero se piensan aparte, y que, a medida que el tiempo siguiera pasando, las sorpresas serían mayores, que poco a poco estas dejarían de ser tales para pasar a ser el simple fermento de una rutina que no tardaría mucho en saturarlo. Aún sabiéndolo, Marco encontraba en ella un encanto que parecía soportar cualquier escéptica especulación sobre él, y que, por más absurdo que le sonara, parecía tener la cualidad de no aburrirlo. En principio, Marco había creído que era su plena juventud, porque fue precisamente eso lo que lo llevó hacia ella y, quizá, la causa principal por la que se arriesgó a empezar algo de nuevo, cuando solo unos meses atrás había jurado nada más que encuentros fugaces, algo de diversión para aligerar la resaca de su reciente estrepitoso fracaso sentimental.

Pero no era juventud exactamente lo que Marco encontraba en el menudo y flexible cuerpo de Gabriela. Ella era seis años menor que él –en abril próximo cumpliría 22- y su comportamiento no estaba ni un paso después ni uno antes del punto en el que temporalmente estaba ubicada. A juicio de Marco, Gabriela se encontraba libre tanto de la aberrante prisa por ser una arpía materialista –es decir, una adulta en sentido urbano-, como de la estúpida despreocupación o el falso candor con el que algunas mujeres jóvenes buscaban cubrir su ineptitud por afirmarse frente a sus parejas. Entre esos dos estereotipos, que eran los límites de lo femenino en el imaginario de Marco, Gabriela se paseaba con la soltura de una fantasía, y él estaba dispuesto a sacrificar más de lo que en un principio calculó como inversión necesaria para conservarla.

Gabriela, por su parte, consideraba a Marco simplemente como un hombre excepcional. Para sus fronterizos veintiún años, sus experiencias con hombres no eran pocas. Su primer novio lo tuvo a los catorce, cuando todavía no vivía en la capital, a escondidas de sus padres, muy conservadores y creyentes de esa amalgama inestable llamada catolicismo provinciano, que combina los crucifijos con la lectura de horóscopos y una ética no exenta de pautas maquiavélicas y de ecos escabrosamente musulmanes. Sufrió todos los errores de las primeras relaciones y no fue la excepción a los lugares comunes. De cuando en cuando, todavía creía encontrar los rasgos de ese primer novio en ciertos tipos rudos que se topaba en discotecas o bares, y la desconcertaba hallarse mirando, un poco suspendida de la situación, esos rostros entre el ruido y el ajetreo de las noches capitalinas. A los diecisiete, tuvo su segunda relación seria, en el mismo año en el que terminaba el colegio, con un chico de su misma promoción. Se llamaba Hugo y era un chico bueno. A Gabriela le costó creer que hubiera chicos así en la capital, que amenazaba en todos los sentidos, y fue esa impresión más que un verdadero enamoramiento la que lo acercó a él. Quizá por eso Hugo sufrió un certero proceso digestivo dentro de la relación, y pasó de muchacho modelo a ser el tipo más aburrido del planeta, y con ello un detrito en el cada vez más veloz mercado de los afectos. Gabriela nunca lo recordaba, aunque el aburrimiento de los últimos meses de relación –duraron dos años juntos- la había marcado de tal forma, que para ella era el síntoma inequívoco del desamor. Después de Hugo todos los amores fueron veloces, sin que eso mermara su intensidad. Fueron experiencias en las que aprendió a equilibrar el puñado de lecciones un tanto borrosas que su adolescencia le había dejado, y a tentar algo semejante a las certezas.

El resultado era una mujer clara, a veces demasiado explícita, pero incluso en esos momentos respetuosa de lo que en última instancia ella creía que nunca debe negociar una mujer, su intimidad, y con una seguridad infranqueable que no estaba fundada en nada más que en su propia conciencia, lo que la hacía una mujer feliz en situaciones en que otras solo estarían cómodas. Esa claridad le permitía evaluar sin muchos aspavientos los cambios que una vida como la que ella disfrutaba le traía, y aprovechar lo mejor posible lo mejor que quedaba, sin que diera atisbos, ni superficial ni interiormente, de superficialidad o ligereza en sus pensamientos.

Marco apareció en un momento de su vida aún en tránsito, cuando varias decisiones serias esperaban una resolución que afectaría su vida inexorablemente en un sentido igualmente serio y por eso mismo teñido de esa aura tan siniestra que expele la madurez definitiva. Fue ese contexto el que la ayudó a entender la relevancia de Marco en su vida, el hecho de que no se había topado con un hombre común y corriente. Cualquier otro hubiera estorbado sus planes, y la hubiera colocado en el lugar que asumen los padres cuando pontifican la necesidad de olvidarse de los demás (y en parte, de uno mismo) para cumplir con los objetivos de la vida. Hubiera sentido con una nitidez insoportable que empezaba una relación (casi como sentir que termina). Marco, por el contrario, ingresó sin rituales de por medio, y ella siempre tuvo la impresión de que estaba regresando a un estado que había perdido y que ahora reclamaba el sitio natural que le correspondía en su vida.

Por eso, el día en que Marco le propuso mudarse a su departamento (cosa que Gabriela jamás había considerado como posible en el corto plazo, algo de la educación de sus padres subsistía en sus prejuicios), una tarde de helados y conversaciones ligeras, ella le dijo que sí, como si se hubieran citado para hablar sobre el tema y ella hubiera meditado en las últimas semanas sobre el sí o el no, cuando en realidad era una situación cuanto menos sorpresiva.

-Si me mudo a tu casa, debo rehacer mi rutina y supongo que tú también –dijo Gabriela, más allá de su propia preocupación. Comía su helado lentamente, como queriendo contrarrestar la velocidad de los cambios que se venían.

-Para mí no será un problema mayor-dijo Marco. Pensó lo que iba a añadir y prefirió callarse. No le convenía traer a colación a Paola en esos términos y menos cuando ya había obtenido lo que quería.

-Tienes razón, es mejor verlo así –dijo Gabriela, sin saber muy bien a qué se referían sus palabras.

Luego, un poco más atenta a la situación, añadió:

-Me imagino que esas cosas se ordenaran con el día a día.

No hay comentarios: