jueves, 24 de julio de 2008

111 (segunda)


En el cuadro, un grupo de ancianos que tomaban sol como lo harían jóvenes en la plenitud de sus cuerpos. Uno de ellos, el más arrugado, cuya barriga fruncida se derramaba a un lado rozando el brazo, rama endeble, del viejo yuxtapuesto, abría la boca hasta el límite máximo de su postiza seguro esperando la caída de alguna gota dulce desde las nubes. El cuadro lo pintó tu tío Enrico. ¿Cómo se llama? Ciento once. Mi padre hablaba menospreciante y cuando pronunciaba Enrico o ciento once se le inflaban los cachetes y las fosas nasales de una manera que todavía me da nauseas. Enrico, el tío loco. El tío pintor. El tío que no trabajaba. El tío que pese a ser el menor murió primero. Loco, pintor, ocioso y suicida, el tío Enrico, manos de albañil, pero pulso de calígrafo chino: cada arruga de los viejitos de ese cuadro era una letra de un alfabeto secreto de infinitos sentidos. Son pacientes de un sanatorio, me dijeron por fin cuando pregunté por enésima y ya tenía quince años y ya no tenía tanto miedo de la mirada perdida de los viejos al sol. Fue mi hermano el que sentenció: amigos del tío loco, cuando lo encerraron en la clínica de lujo en la que pasó sus últimos días. Desde ese día, solo podía concentrarme en los ojos de aquellos viejos, en sus articulaciones sacadas de alguna enciclopedia sobre aves. Habían sido personas, y ahí en el hall de mi casa, que era la casa de mi abuelo, de sus hijos y seguramente mía y de mis primos, casi de la familia: habían tenido el privilegio de ver a uno de los nuestros agonizar sus delirios sobre el final. Y nos devolvían, por cortesía, sus miradas atentas a la nada, como si denunciaran con ello que nuestra rutina era precisamente ese espacio en blanco entre la vida y la muerte.

Una noche sus risas me arrancaron de un sueño ciego. Risas sigilosas, recortadas por la bruma de las pesadillas. Volaba, pero tenía miedo como los que andan en dos pies. No había olores, solo el color negro de alguna sangre. Me sentía en el cuadro y lo estaba viendo. Y no era yo. Era mi padre, luego mi tío. ¿Lloraban, se contaban algún secreto? Una traición. Lo sabían muy bien. Eso les provocaba deformar sus rostros y definir por fin su locura: Enrico, tu hermano te ha encerrado aquí. Di un salto hasta el techo. ¿Mi padre? Y mi padre volteó y me miró con esos ojos que negaban y decían sí, lo soy. Fiebre helada. ¿Desperté? No sabría, no era prioritario saberlo, tenía que huir, huir del sueño, de la locura, huir de esa traición que es la locura. Los locos me acosarían día y noche hasta que lo revelara y no quedara nada más que alzar mi palabra contra mi padre. La puerta de la casa el final del túnel y el inicio de otro abierto. Mis dedos se helaron en la intemperie, niebla y rocío abalanzado con plenilúnica paciencia sobre mi cabello castaño, mis ojos buscaron siempre un más allá de las risas ahora en mis oídos, ahora ensartadas en coro repitiendo traición, traición, traición, risas, las calles en los alrededores del cuadro, el cuadro, ardor descalzo, realidad.

Abro los ojos. Llaman al desayuno. Caminando hacia la mesa, observo el cuadro ya sin curiosidad. He pedido la mermelada que unto sobre mis tostadas a mi padre para confirmar alguna comisura. Nada.

Horas más tarde, cuando estoy en el baño, desnudo frente al espejo, la descubro primero en mí.

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