jueves, 24 de julio de 2008

X vende un cuadro X (tercera y última, creo)


y qué lugar es ese, le dice, ya ha dejado de verlo, pero X nota que sigue prestándole atención, algún tipo de atención más allá de la que exige la vista, a la imagen que cuelga tapando casi toda la pared del hall. No le responde inmediatamente, prefiere dejar su cómodo lugar en el sillón que casi tragaba su cuerpo atornillado por la flojera y dirigirse hacia el bar en busca de una combinación a la que no le falte vodka o ron. Sirve dos, sin consultarle nada a su acompañante, no lo conoce, pero jamás le han rechazado un Desarmador a media tarde y menos antes de cerrar un negocio, luego vendrán más y quizá las quejas, pero por lo pronto han comenzado y el gesto de regusto luego de saborear el primer trago indica el acierto de la decisión. Bien, ¿qué lugar es ese? le recuerda la pregunta sin que sea necesario, X la tiene en mente como una cuña.

¿Así se llama el país? Dios mío, suena tan, no sé… X guarda silencio. ¿Acaso no ve que es una ciudad?, piensa. Algún pariente lejano, de una genealogía tortuosa, encubierta cuando no negada, se pierde sin embargo en ese nombre como si cayera en el fondo de un pozo. Mira su rostro en el reflejo de la mesa de vidrio sobre la que reposa su vaso. Sus facciones aparecen distorsionadas, se nota solamente con claridad su cabello lacio y oscuro. Alza la mirada hacia su interlocutor. Se ha puesto de pie. Su silueta, una figurilla amanerada, cimbrea con vehemencia hacia el cuadro.

Ven, explícame todo esto, le dice. X se apura ahora diligente. Se siente más cómodo para enfrentar la imagen. Acrílico sobre lienzo. Ya. ¿Ves la distorsión de la parte izquierda? Tuve que recubrir la tela con... Un momento, sabes que nada de eso me interesa, háblame del lugar, Niño, del lugar. Si eso quieres es mejor que te enseñe las fotos, para qué estamos perdiendo el tiempo frente a mi cuadro, dice X, un tanto ofuscado. Va por su segundo Destornillador. Su acompañante no le da importancia al reclamo, está ensimismado, tan completo con la mano colgando debajo de su barbilla, hace correr el hielo en el vaso, parece ansioso, pero no bebe. Mira el cuadro como buscando un detalle.

X se pierde en el corredor, solo unos instantes, luego de los cuales regresa con un fajo de fotografías en blanco y negro. Las arroja sobre la mesa, se aplasta nuevamente en el sofá y acaba con el contenido del vaso de un solo trago. Piensa bien antes de hablar, ven, le dice finalmente a su invitado, esta es la foto sobre la que está hecho el cuadro. Selecciona una entre todas. Es mediana, de unos cuarenta por sesenta, tomada con una Coolpix 5700 SRL. Explica la pila del centro, la figurilla de acá, es de bronce. Se conserva desde la época en que dependían de… ¿España, puede ser?, Sí, España. En principio iba a tomarle una foto solo a la pila, pero bueno, sabía a lo que iba y no me permití más. Era de noche, fíjate en el detalle de las luces, según los lugareños la iluminación es reciente, y debe ser, porque a mí me habían contado que el sitio era peligroso y lo que más vi fueron guardias, estos de acá, de azul, como hormigas por todo el cuadrado. No, ningún problema, creían que tomaba las fotos como un turista cualquiera ¿Te comunicabas bien con… con ellos? Sí, musita X, sé un poco de castellano. Su acompañante lo mira de pies a cabeza y hace una mueca, sin desprecio, solo con tintes cómicos, de pronto le ha parecido que X es también remoto como aquella plaza de atmósfera colonial. Entiende por qué, además, ha sido X el que viajó a tomar las fotografías.

Termina su exposición con gruesos detalles sobre los edificios que rodean la plaza, un par de iglesias (dentro de una de ellas hay pinturas espectaculares, que o bien atemorizan o bien, para ateos como X, llaman a la reflexión), Palacio de Gobierno europeísimo, Municipio más bien aburrido (conjunto repetido en casi todas las ciudades en las que ha tenido que hacer contactos). Ríen un poco sobre alguna reseña histórica mal evocada (ahí mataban los indios a los de la Santa Inquisición), hecha de los retazos de otros viajes por Latinoamérica, región de madres e hijos derramados por las calles.

El sonido de un celular interrumpe la conversación, cuyos engranajes habían sido ya completamente aligerados por el alcohol. X, aunque aparentemente distraído, no se pierde una palabra de la conversación de su compañero. El ánimo parece el mejor. Bromean, a juzgar por las carcajadas y por una que otra palabra en castellano (“buono amigou”, “fi-esta”) que su acompañante intercala en la conversación. Finalizada la llamada –X ha calculado más de diez minutos-, cuelga y se mete la mano al saco para guardar el celular y buscar el sobre. Se lo entrega a X, que lo deposita en un cajón sin ver su contenido. Ya ha bajado el cuadro de su lugar –es una pintura realista de figuras definidas, pero colores mínimos y difuminados, dos, quizá tres, pero Lima, cuya plaza se encuentra representada, es enteramente reconocible- y lo está envolviendo.

El carro que se aleja hasta perderse en los ruidos tímidos de la ciudad indica que todo ha salido bien. La pared del hall luce enorme. Vacía, desesperante. X no tiene deseos, por el momento, de pensar en colocar algo en su reemplazo. Se encierra en su habitación para evitar el espacio en blanco y olvidar la venta del cuadro, las fotografías, las direcciones, los contactos, en fin, todo lo que dentro de poco circulará como mercancía y solo es para él, además de los billetes que en esos momentos cuenta (y que le permitirán seguir pintando por un buen tiempo), un pasado oscuro que le ha legado dos lenguas, una atractiva familiaridad con los traficantes de su país y eso que lo acosa en los espejos.

X apura el último trago antes de caer en sueños y olvidar los pormenores de su último trabajo.

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