jueves, 16 de septiembre de 2010

Correo abierto

He descubierto que a mí lo que me gusta de la vida es esperar mensajes. Para eso, por supuesto, necesito una noticia que esté preparándose, tensa como una flecha, en otro lado. Necesito tiempo. Impaciencia. Que me prometan cosas. Que no las cumplan y que me las vuelvan a prometer con el arte de esta vez sí cumplo. Estar solo. Por que, eso sí: debo ser yo el destinador y el destinatario y en esa prestidigitación cuidar la atmósfera de la otredad, para que yo sea ese otro y ese otro sea yo sin remordimientos de por medio. Ahora bien, no todo puede ser armonía: en las distancias y diferencias, si bien no sería cómodo pelearme por completo, tampoco lo sería aburrirme con una sosa amistad que en todo coincide consigo misma. Es decir, es menester reconocerme en ese monólogo duplicado, pero también extraviarme. Después de todo, de lo que se trata es de esperar mi llegada, con la fe en que el perfil que asome entre líneas me sea totalmente familiar, pero que me cuente muchos secretos. El día en que no lo haga, seré una obra conclusa. La muerte es eso: un compendio de periódicos viejos y amarillentos mal amarrados en un basurero. La vida, por el contrario, es un sobre inmaculado, que asoma por el buzón, que espera ser abierto. Y tú sabes, siempre, quién lo envía, aun cuando no lleva nada escrito.

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